CRUZ

Había querido comprarme alguna baratija en ese mercado de antigüedades, y me encontré frente al puesto de un hombre menudo, delgado, de blanco cabello, con unos lentes gastados de tanto mirar la vida, era un puesto pequeño lleno de estantes y con mucho polvo encima, este último cansado y amarillento.
El dueño me miraba desde el fondo del lugar, como indiferente a mi mirada inquisidora, quería encontrar sus ojos y preguntarle algunas cosas. Al final me anime y pregunte por un llavero en forma de dragón plateado, -5 soles me dijo- consulte mi bolsillo, solo unas pocas monedas me impedían llevármelo a casa, seguí husmeando en aquel local vacío y entre la tarde al final me anime a comprar una cruz de metal, algo dormida y como enclavada en señal de esperanza de tiempos mejores, ¿Cuánto cuesta? Pregunte con algo de temor, esa no la vendo me contesto, ni tú ni nadie me la puede comprar…
Me quede intrigado frente a aquella respuesta tan seca y cortante, mire mi reloj que me invitaba a regresar a casa, tenía que cumplir algunos varios compromisos, así que me retire en silencio y entre la gente.
Me quede pensando en lo que me quiso decir, no entendía, el porqué de su respuesta, me pareció un hombre que necesitaba vender algo para sobrevivir y seguir subsistiendo, pero y si no la vendía, por qué estaba entre juguetes viejos, utensilios, placas conmemorativas, platos recordatorios y demás trastes antiguos.
Regrese al cabo de tres días, en una tarde gris y ya lejana, compre el llavero (el del dragón) y con algo de temor le pregunte si me recordaba, me contesto que sí, fue ahí cuando note que algo extraño había en su mirada, me ofreció disculpas por su reacción anterior, después de eso solo me retire.
Regrese varias veces después, siempre solo y por las tardes, me había dado cuenta que cerraba a las 6 pero que nunca salía con rumbo a casa, así que un día regrese y le pregunte por qué no quería vender esa cruz. Me invito a pasar a su negocio, mientras lo veía comer un biscocho del día anterior y beber un poco de agua, me contó que estaba solo hacía mucho tiempo, que sus hijos vivían en el extranjero, a todos les había dado educación, pero ahora ninguno de ellos se acordaba ya de él desde que su esposa murió, aquella fue la última vez que los vio, me contó que durante un tiempo trato de sobrevivir con su pensión de jubilado, pero que los S/45 no le alcanzaban, así que solo le quedaban vender las cosas que tenía en casa, me contó muchas historia, todos esos objetos tenían una pasado, los juguetes habían pertenecido a Rubén, y las muñecas eran de Glorieta, algunos estaban incompletos o rotos, pero también me dijo que había gente que se los llevaba porque les recordaban su infancia aunque nunca pagaban bien, algunas veces hasta remataba su cosas por apenas 2 o 3 soles, porque tenía que alimentarse; las medallas eran de uno de sus hermanos, condecorado en la guerra con el Ecuador (la única guerra que hemos ganado), los utensilios y demás vajillas que se ofrecían en su local eran de Doña Ester, y los prendedores, los gemelos y los lapiceros de su padre, un político de izquierda muy conocido en su época y de apellido Márquez.
Estuve frecuentando su pequeño puesto durante varias semana y cada vez que regresaba veía con asombro como iban desapareciendo aquellos objetos, un día me contó que lo que más le dolía no era la miseria que por ellos pagaban, él sentía que cada vez que alguien compraba algo, su vida de diluía entre monedas indiferentes, alguna vez me dijo –Cuando ya no quede nada, me iré yo también con mis recuerdos, pero esa cruz será lo último que quiero vender, por eso te dije que ni tu ni nadie podría pagar el precio incalculable que ella tiene para mí, me la regalo mi madre después que hice mi comunión- Ahora entendía y la verdad que no me alcanzaría todo el dinero del mundo para comprarla, así llego la noche y me marche, la Universidad me reclamaba atención y deje de ir a conversar con aquel viejo durante algún tiempo.
Ya había acabado los parciales así que una tarde al salir de la facultad me fui derecho a su puesto, pero estaba cerrado, y nadie me supo dar razón, me sentí un extraño entre ellos, todos me miraban como queriendo acercarse a decirme algo, pero nadie lo hizo. Regrese al otro día y al siguiente también, y solo una señora que siempre me había visto conversando con aquel anciano se me acerco y me dijo que en la oficina de Administración me podrían dar razón de él; al entrar un tipo gordo, de patillas largas, y con un cigarrillo en los labios me invito a sentarme, le inquirí por mi amigo (aunque más lo sentía como un abuelo), me contó todo, me dijo que un día llego un comprador de antigüedades y le había ofrecido una cantidad muy superior a la que podrían valer (quitándole el valor sentimental que para el octogenario representaban) por todas sus cosas, aquel anciano solo le pidió un poco de tiempo para pensarlo y al día siguiente acepto vender todo con excepción de la cruz, y acepto el dinero, pero el tiempo no le alcanzo para tener una vida decente, y una noche un paro cardiaco lo arranco del mundo, me quede helado, consternado, cabizbajo y muy triste con aquello, no lo había podía imaginar, no me dio tiempo de despedirme de él, (pude haber salido entre clases para ir a verlo un momento, pero no lo hice).
Antes de salir del lugar, el administrador se me acerco y me entrego una caja y con ella una nota escrita de puño y letra.
“Nuestra vida es un mar de recuerdos y sin ellos no somos nada”
Dentro de una caja color rojo, y envuelta en un papel amarillento estaba la cruz que alguna vez quise comprar y que aún hoy (45 años después) conservo.
Escrito en Lima
20 de abril de 2006
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